Texto y fotografías por Daniel Stilmann.
Es desde ese tiempo, salvo excepciones, que el reconocimiento previo de un área de caza no se lleva a cabo. En verdad ya no es necesario; como nunca en nuestra historia somos dueños de inmensos rebaños de los que disponemos a gusto y a los cuales hasta manipulamos genéticamente para modificar la textura de su carne, sabor o tenor graso de la misma. Pero en el mundo del deporte, los guías de caza siguen reconociendo sus cotos, como también lo hacen aquellos pequeños núcleos de humanos que aún viven a expensas de la fauna salvaje. Por los mismos motivos, y algo más, los cazadores deberíamos tomar el reconocimiento como una herramienta más y una rutina saludable.
En nuestros días solo un reducido puñado de colegas saben buscar y leer los rastros alrededor de una aguada o los dejados sobre los sembradíos antes de montar una espera, pero de allí a salir a reconocer un territorio con la intención de determinar si en el lugar hay caza, y cuales son sus movimientos, hay un largo trecho.
Salida de reconocimiento.
Sin embargo resulta imperativo recuperar ese oficio, de lo contrario limitamos mucho nuestras posibilidades de éxito en las ya muy escasas salidas venatorias que aún podemos afrontar.
Ahora más que nunca, que vivimos de veda en prohibiciones, el viejo dicho de que lo importante es estar cazando debe de ser mantenido presente, y como veremos, formas de estar cazando hay muchas, a pesar de las vedas, y sin necesariamente infringir la ley.
Esta es una historia (real) que comenzó con el hallazgo de una huella en un territorio visitado por primera vez con la intención de comprobar sí el mismo estaba habitado por venados, o sea, tomó lugar en una de esas salidas de reconocimiento. Los frutos (documentados en fotografías) bien valen el esfuerzo realizado en el momento.
La primer huella hallada en el mallín cercano al río.
No se cansaba de observarlas, agrandarlas y analizar detalle por detalle en la pantalla de su pequeña cámara. Estaba orgulloso, muy orgulloso de las mismas, aunque en realidad no eran buenas fotos. Total pensó, no era para concursar. Eran solamente para él, para un concurso privado donde esas fotos se llevarían todos los laureles.
Tomada con una cámara barata desde casi doscientos metros de distancia no se les podía exigir muchos detalles, pero ampliándolas, aún a expensas de una notoria pérdida de definición, la información que daba era mucha, buena y promisoria. Podía contar en ellas quince hembras, tres primeras cabezas (varetos, horquillones) y otro macho de dos años con una cornamenta en espejo, armoniosa, ya con ocho puntas claras, lo cual, para un animal salvaje es mucho decir.
La foto principal era una clásica foto familiar de una manada tipo al final de berrea, formada solamente por las madres y sus crías, incluyendo machos de hasta dos años, ya que los sementales a esa altura del ciclo, finales de otoño, se encuentran invernando en territorios alejados.
La primera foto de la manada.
Todo había comenzado cinco años antes, de forma aparentemente inocente, aunque todo lo él que solía hacer, al menos aquello relacionado con la caza, jamás fuese inocente, casual y sin un propósito claro.
Había sido en una de esas tardes del verano patagónico con sus largos días, que el hombre había armado su equipo de fly casting y marchado a lo que a todas luces, era una salida de pesca sin mucho sentido. En realidad el río seleccionado, pequeño en comparación a otros ríos Patagónicos a su alcance, no albergaba, ni albergó jamás, truchas de porte que justificaran el esfuerzo. Además la hora del día escogida para la aventura era la peor para pescar, y el acceso al lugar un verdadero infierno, aún para alguien que tuviese el vehículo adecuado y los conocimientos topográficos suficientes, sin los cuales era simplemente imposible llegar hasta el mismo. De la ruta principal hasta esa parte del río había 19 kilómetros de mala huella.
Cuando llegó a la orilla del río consultó su mapa para confirmar que ese punto era desde donde él quería iniciar la salida. Según había averiguado empleando mapas topográficos bajados del Google Earth ese era el punto más abajo del sistema que quería reconocer.
Parsimoniosamente comenzó a transformarse en un pescador hecho y derecho; armó su caña y se calzó el traje de vadeo, lo cual, considerando la temperatura reinante era una verdadera estupidez. En realidad de haberlo deseado podría haber pescado desnudo, ya que el sol pegaba fuerte, y las posibilidades de encontrarse con alguien en ese paraje eran más que remotas, lo cual agradecía. Pero por las dudas, y para quien lo viese engalanado de tal manera, no era más que un simple pescador.
Sobre el wader se colocó el chaleco de pesca con unas pocas moscas prendidas a la pechera, y dejando el resto del equipo de pesca en la mochila fue sacando de la misma otros elementos que fueron a parar al interior de los restantes bolsillos de la prenda. Lo extraño es que estos no guardaban relación alguna con su intención piscatoria.
Lentamente fue almacenando una pequeña cámara digital de bolsillo envuelta en una bolsa de nylon hermética, una brújula, un foco de mano, el mapa topográfico de la zona en el cual había agregado a mano las alturas sobre el nivel del mar de cada lugar de su interés, y el que había tenido la precaución de plastificar para evitar que se humedeciese, un block de notas, un bolígrafo, un yesquero de emergencia, un cuchillo de trabajo, una manta térmica de supervivencia y dos sándwiches, también sellados herméticamente.
Del cuello se colgó un par de prismáticos de 8 aumentos. No hacía falta más. Sí tenía que vadear con agua alta o podría hacerlo sin mojarse gracias a los Waders y su equipo estaría protegido, y de tener necesidad de pernoctar a campo abierto nada se lo impediría, agua, comida y abrigo tendría.
Sombrero de ala ancha y mochila de "pescador"
Ya caña en mano y sombrero de ala ancha calzado partió siguiendo la vera del río. Sabía muy bien que buscar primero, y eso era un mallín, o tierra baja parcialmente anegada durante algunos meses al año. Esos terrenos suelen estar cerca de los cursos de agua, y en ellos crecen pastos tiernos que los ciervos devoran con placer. Con un poco de suerte habría huellas o signos de actividad. Calculaba que en esa época del año, finales del verano, o pre berrea, tenía que haberla. El lugar era ideal para ello.
Por lo que había escuchado de los paisanos de la zona, a los cuales siempre acudía en busca de información, en esa área jamás se habían visto venados. Pumas, zorros y jabalíes en cantidades, pero ciervos rojos jamás. Sí hasta el encargado de la finca, nacido en el lugar, afirmaba que no tenía conocimiento de tal cosa.
Estos son lugares estratégicos, y no solamente por la comida que ofrecen. Un mallín nos está indicando que esa es la zona más declive del lugar, y por ende la más cálida y protegida durante el invierno, y que sí las temperaturas son muy bajas ese es el lugar que las hembras buscarán para refugiarse, por la presencia de comida, refugio natural (árboles) y por su temperatura.
Éste es el tipo de escenarios que escogen las hembras para vivir el año entero, y por ende donde los machos irán a berrear. En otras palabras, ese es precisamente el lugar donde un cazador de rececho que se precie de tal quiere estar sí desea tener una oportunidad decente.
Salir a pescar con equipo de mosca es lo mismo, además de ser una excelente forma de pasar el día. Se busca a la trucha en lugares claves, y una vez avistada se va tras ella, tal cual se hace durante un rececho. Es una tarea ardua, pero al mismo tiempo se puede ir buscando rastros o signos de otro tipo de presas; las de cuatro patas.
Esta una excelente forma de emplear nuestro tiempo libre, mantener el contacto con la naturaleza, agudizar el instinto de búsqueda, mantenerse físicamente en forma y de paso sentirnos que estamos cazando. En realidad es lo mismo, pero con una caña de pescar en la mano. Lo bueno de esto es que todo rastro hallado sirve, ya sea nuevo o viejo; basta con que nos certifique que el lugar está habitado. Ya habrá tiempo luego para indagar por quienes, cuantos y de que tipo hacen del lugar su hogar.
No habría hecho más de mil metros, lo cual le insumió una buena hora pescando y a andando a tranco lento, cuando en un recodo del río avistó el primer mallín. De lejos pintaba lindo con sus tiernos pastos verde claro que contrastaban con el más oscuro y opaco de la vegetación más seca aledaña. De encontrar huellas o rastros lo haría allí, no solamente por ser el lugar con la mejor comida, si no por ser el piso más blando, donde fácilmente se imprime una huella.
Otra huellla hallada, grande, fresca, clara.
Luego marcó el lugar en su mapa y con una flecha marcó en el mismo la dirección de marcha del animal. Con eso, y con un poco de ayuda de las fotos del Google Earth podría determinar aproximadamente donde dormía ese animal (bosques cercanos), donde comía (praderas y mallines) y parte de su recorrido diario (las sendas que unen esos dos puntos utilizando las partes más bajas del territorio por donde circulan).
Notó que más adelante, siguiendo la dirección de la huella, había un cerco de alambrado, y unos metros más allá la vera del río. Como quería abandonar rápidamente la zona para no revolver el avispero, decidió ir a darle una mirada al alambrado.
Huella de impacto sobre terreno duro de un animal grande. La marca de los dedos posteriores indica el peso del animal.
También podría encontrar huellas visibles en el lugar donde impactaban contra el piso después de saltar, por pedregoso o duro que fuese el mismo.
Pelos no había, pero las huellas eran claras y había de todo tipo, frescas y viejas, grandes y chicas, aisladas y en grupos, de ida y de vuelta, lo que se llama una “rastrillada”, indicando que el lugar era obviamente un corredor en cuello de botella de un circuito empleado a lo largo del año, bueno para montar una espera. Ya no necesitaba una foto o la cabeza de un animal record para saber que los habría. Donde hay huellas de hembras y crías eventualmente en la berrea habrá machos de los grandes, tratando de hacer de las suyas.
Otros rastros frescos como para reasegurar la presencia de animales.
Garabateó unas líneas más en su libreta de notas (dirección del viento, una roca alta donde podría apostarse en caso de necesidad), sacó las fotos pertinentes del lugar y lo marcó en el mapa. En su hogar y con la fotografía obtenida del Google buscaría cual era el bosque con buen reparo cercano y más factible para ser usado como refugio de la manada, y cuales las sendas de entrada y salida al área. Parsimoniosamente guardó cada cosa en su bolsillo, desarmó la caña y silbando emprendió el regreso. Ya no tenía más nada que hacer en el lugar. La “pesca” había sido excelente, y el día de los más productivos.
Huella de animales jóvenes, lo que indica que el lugar es habitado por una manada de hembras y crías.
La berrea siguiente, un mes después de esa salida, la pasó cazando en otro lugar. Para su gusto aún faltaba averiguar algunos otros datos, y tiempo tenía, así como otros lugares para cazar. No era necesario apurar las cosas.
Recién retornó al área seis meses después, con la nieve alta. Sí encontraba rastros en esa época solo podía significar una cosa; que las hembras vivían todo el año en la zona, y que en ese preciso lugar del mundo tomaría lugar la próxima berrea de esa manada en particular. Y huellas encontró. Pero no, no cazó, no era época para hacerlo y él no estaba listo aún para el lugar.
Volvió a pasar por la zona un año y medio después, justo antes de la berrea de ese año, pero de paso hacia otros campos alejados, y esa vez filmó por primera vez a la manada, compuesta en ese momento por unas cuantas hembras con sus crías al pié. Eran animales grandes, corpulentos, muy similares al wapití americano (elk o ciervo rojo americano) por su tamaño y color, mucho mayores que sus hermanos europeos. Estimó que los machos adultos provenientes de esas hembras alcanzarían los doscientos y tanto kilogramos con facilidad. El tiempo, recordó, le daría la razón.
Esa era la foto que miraba con tanto orgullo y que había dado origen a todos esos recuerdos. A pesar de estar ya en el invierno los animales se veían gordos, saludables, con buen pelaje. Si, ahora podía asegurar que ese era el hogar de esos animales, y por lo tanto el lugar indicado para echar un poco de sal con suplementos minerales que les ayudasen a combatir la fuerte demanda de calcio y fósforo que la cornamenta de un ciervo exige. Los quería saludables, rebosantes de vitalidad. No por nada hacía cinco años que los venía estudiando.
Tenía la foto, sabía donde iban a estar esos animales la próxima berrea y también sabía en que preciso lugar y momento estaría él esperándolos. Con eso tenía más que suficiente. Cuando cobrase la pieza habría cerrado el círculo completo de una cacería como exigen las buenas artes y costumbres, desde el reconocimiento y rastreo hasta la captura, todo a solas, por sí mismo. En esas condiciones muy poco le importaría la cantidad de puntas de la cornamenta, su perlado o grosor. Esas cosas son para los trofeos que se abaten con una con Visa calibre Dorada o una Mastercard Platinum de doce cartuchos (cuotas). Fuese lo que fuese su trofeo sería uno de verdad, como para sentirse verdaderamente orgulloso.
¡Mala foto de un animal de sólo un año con ya cuatro puntas!