CAZA MAYOR EN ARGENTINA. CORZUELAS.

La invitación fue de aquellas que hace mucho tiempo no se hacían: una cacería gratuita, una invitación entre amigos.

Cosas como esas son ya leyenda en estos pagos. Como dicen los mayores, cosas de la globalización.

-Daniel, véngase a cazar a mi finca. Arrancamos el día de su llegada, y damos por finalizada la cacería cuando se canse. Una especie de safari sin límites. ¿Sí hay animales de caza? Sí hombre, corzuelas pardas, pecarís de las dos clases, rocillo y maján (de collar y labiado), puma, y de todo hay en abundancia-\

Fotografía. El trofeo abatido ya montado junto a la vaina empelada y un cartucho original de 7,65 X 53.

Pa’ no creer pensé para mis adentros, pero por las dudas me fui rapidito a comprar los pasajes. Dos días después estaba confirmando hora y fecha de llegada a mi anfitrión, otro cazador del cual no hicimos amigos por Internet.

Según me contaba, su finca está ubicada sobre un valle relativamente plano a los pies de una cadena de cerros, los cuales forman uno de los lindes de la misma. De las cuatro mil hectáreas que posee, solamente seiscientas se encuentran desmontadas y labradas con caña de azúcar. El resto es selva virgen, exuberante, con abundancia de agua en forma de arroyos y hasta de un río, que forma uno de los límites de la finca separándola de la propiedad de la del vecino.

Ésta última posee dos mil hectáreas cultivadas con porotos y soja que representan para la fauna local lo que para nosotros los supermercados: un inmenso centro de abastecimiento, pero gratuito, de manera que imagínese la concurrencia.

LA SELVA NORTEÑA.

Verdadera jungla, que por su densidad en algunas zonas ha tomado el nombre del "Impenetrable" como forma digna de describirla.

Tomando en consideración todo esto, monte virgen e impenetrable, comida en cantidades ilimitadas y agua, intuía que allí tenía que haber una buena cantidad de fauna. Además de que me lo había vaticinado mi anfitrión, las huellas encontradas posteriormente no hicieron más que reafirmar mis suposiciones.

Fotografía. Vista de la yunga jujeña. En ella habita todo tipo de fauna. El problema reside en verla.

Ahora, pensé, sólo es cuestión de encontrar a esa fauna, lo cual no debería ser un problema. Después de todo soy un viejo cazador y además escribo para un montón de revistas de caza. Se supone que sé.

El reto era precisamente cazar a solas, sin ayuda de nadie. Para ello planeaba valerme de una brújula, un croquis hecho a mano y una fotografía aérea de la propiedad. Pan comido, me dije, abriendo la boca antes de tiempo. Ese pedazo de selva se encargaría muy rápido en demostrarme el error de tales pensamientos y de paso enseñarme varias cosas.

Por ejemplo, uno jamás debe olvidar que no es lo mismo saber que los animales se encuentran en el área a verlos, sin olvidar que de allí a centrarlos en la mira hay un muy largo trecho, y más largo aún sí se tienen aspiraciones a cobrarlos.

Llegué al aeropuerto a eso de las cinco de la tarde. Jorge, mi anfitrión, me estaba esperando. Hasta su finca teníamos un par de horas de automóvil. El viaje fue ameno, hablando sobre cosas de mutuo interés, como armas, cacería, cartuchos y cosas por el estilo.

LOS PLANES.

Esa noche, luego de la cena sacamos los planos topográficos del lugar, una fotografía aérea y una imagen satelital.

Del primero obtuvimos las distancias a caminar, de la foto aérea detalles que no se ven en las imágenes de satélite debido a la altura a las que se toman, y de ésta última y por sus colores, la distribución de las especies vegetales de la zona, las zonas anegadas y los cursos de agua.

Fotografía. Las corzuelas no son indudablemente animales de gran peso. Sin embargo los especimenes desarrollados pueden rondar los 40 kilogramos.

Durante un par de horas y mientras bebíamos café fui interiorizándome del lugar y haciendo planes. Jorge aportaba su conocimiento y puntos de vista como cazador y dueño del lugar, todo lo cual fue de gran ayuda.

Como los blancos seleccionados eran las corzuelas y los pecarís, el plan que me tracé era el siguiente. Siendo que ambas especies se mantienen durante el día al reparo del monte más cerrado y que sólo visitan los espacios abiertos a partir del anochecer, y según las temperaturas reinantes permanecen en los mismos hasta poco después del amanecer, cazaría al rececho durante la parte central del día, y en los extremos del mismo me mantendría acechando sobre campos de cultivo y las sendas que entran y salen de los mismos.

Esto me imponía varios problemas logísticos a resolver. El primero el de mi alimentación e ingesta de líquidos, que en esa zona no debe de bajar de los cuatro litros por día. Sí deseaba cazar el día entero debía llevar mis propias vituallas, de modo de no tener que regresar a abastecerme. Una mochila y dos cantimploras solucionaron ese problema.

LA CACERÍA.

El otro problema surgía de querer cazar al rececho en esos montes. Para ello tendría que abrirme paso a machete y navegar confiando ciegamente en el compás.

El GPS es más engorroso de emplear y pesado, y además con tanta vegetación suele no tomar la señal claramente. Rápidamente se me proveyó de la herramienta de corte, ya que compases poseo dos que siempre que salgo al campo llevo conmigo en la mochila. Bien, unos bocadillos y estoy listo para la gran aventura.

Fotografía. El retorno por encima del agua, pero eso sí, pisando sobre las piedras

Aquella mañana partí temprano, aunque no lo suficientemente como para llegar a un lugar en el cual deseaba estar apostado dos horas antes del amanecer. Transitar de noche en esa jungla, aún por senderos, no es fácil. Entre intentar no hacer ruido y el temor a lo desconocido uno se tarda algo más que caminado sobre pavimento. Como sea, llegué tarde. No importa, pensé, con tanto indicio de movimiento seguro los pillo en cualquier lugar.

Ni falta hace que les cuente lo equivocado de mi razonamiento. No porque la fauna abunde en un lugar baja sus defensas o altera sus rígidos esquema de vida. Decidí entonces esperar hasta tener buena luz dentro de la selva y caminar por ella. ¡Como si fuera sencillo! Entre las ramas y lianas, trataba de desplazarme sin hacer ruido, al mismo tiempo que intentaba descubrir a mis presas, todo ello sin olvidar ni por un instante el mantener el rumbo. Esa mañana no estuve ni cerca de ver algo, aunque me cansé de observar huellas y rastros.

Lentamente iba acostumbrándome al lugar, tomando su ritmo, y al mediodía, luego de haberme probado varias veces que podía transitar esa jungla sin perderme, paré para almorzar en un claro. Mientras comía hice un racconto de la jornada. Sí bien no había visto ni escuchado a ningún animal, atrás había dejado el temor a perderme en la espesura, lo cual era un avance importante. Libre de esa carga emocional podría prestar más atención a las otras tareas, como buscar a las presas.

EL ALMUERZO.

En el claro había una cama sobre elevada hecha con troncos por algún leñador empleado en el desmonte, de modo que decidí tomar una corta siesta.

Tiempo era lo que me sobraba. Luego desandaría el camino para apostarme en la vera de la selva y justo en el linde con los sembradíos a esperar.

Fotografía. Los restos del campamento de los hacheros y la cama de troncos.

Ese día no vi nada, salvo una familia de hurones mayores, llamados perros del monte. Su piel negra relucía, como sí estuviese húmeda, de modo que supuse que venían del rió, dónde seguramente habrían estado pescando. Les deseé suerte y continué camino al campamento llegando bastante después del ocaso.

El segundo día fue una repetición del primero, pero ahora me movía con más soltura dentro del monte. Además, estaba comenzando a reconocer lugares, y la dirección de las huellas que iba encontrando empezaban a tener más sentido para mí. Estas van para el sembradío, por lo tanto tienen que haber sido impresas al atardecer. Estas otras salen del mismo, por lo que es de suponer que fueron dejadas en las primeras horas de la mañana, y así con el resto. De a poco se iba formando en mi mente un bosquejo con las zonas de comida, reposo y las direcciones de tránsito. En una palabra, estaba aprendiendo a cazar la zona.

Desgraciadamente mis salidas de caza no fueron constantes como habíamos planeado, ya que surgieron compromisos sociales con cazadores locales que por razones de cortesía no podía ni quería ignorar.

EL DÍA FELIZ.

El sábado 27 de mayo salimos temprano de la finca con un amigo. Atravesamos parte de la jungla y un arroyo y nos detuvimos en el linde entre un campo sembrado y el monte.

Estábamos tratando de dilucidar la dirección del viento para planear la cacería, cuando mi amigo me dice que a mis espaldas, echada en medio de las plantas y a unos 130 metros, estaba asomando la cabeza una corzuela.

Fotografía. Guillermo, alias "Ojos de águila" con el trofeo del autor.

Me di vuelta, y buscándola ansiosamente con los binoculares logré ubicarla. Solamente se veía su cabeza y grandes orejas, y apenas eran visibles sus dos largos y afilados cuernos. ¡Exactamente lo que estaba buscando!

El animal se encontraba completamente tranquilo. Estaba tan seguro de que no le habíamos descubierto, que ni siquiera amenazó con a huir. Simplemente se mantuvo observándonos con atención, casi con curiosidad.

No sabía que el sol lo había traicionado. Las hojas, iluminadas de lleno, hacían un telón verde claro sobre el cual resaltaba su rostro oscuro nítidamente. Pero no todas eran desventajas para nuestro pequeño amigo. Nosotros teníamos problemas propios que atender.

Por ejemplo el estar parados en medio de un descampado bajo la mirada directa de nuestra opresa, de manera que no podíamos movernos mucho sin alertarla, menos aún acercarnos a ella, y tampoco podíamos perder tiempo.

Con la mochila al hombro, la respiración algo alterada por la caminata y un mísero palito para apoyarme, descolgué el fusil, apoyé la espalda contra una rama como para estabilizarme un poco y como pude centré a la presa en el retículo. Sólo veía la cabeza, la cual no deseaba dañar, de manera que tratando de imaginarme la posición del cuello bajé la cruz y disparé a las hojas que suponía cubrían al mismo. La cabeza desapareció entre la vegetación para no volver a elevarse.

Cuando alcanzamos el lugar el animal yacía inerme con un feo faltante de piel y musculatura de la zona del cuello. Nos llamó la atención la herida. La misma era única, esto es, la bala no había perforado el cuello, limitándose a arrancar un enorme pedazo de tejido, de manera tal que no había un orifico de entrada y otro de salida.

Además el proyectil había continuado su trayectoria, trazando una raya apenas perceptible sobre el lomo del animal, exactamente por encima de la columna vertebral, lo cual nos pareció una verdadera casualidad.

Como sea, sí bien el animal no podía moverse aún estaba con vida, por lo cual hube de rematarlo. Luego lo llevamos entre los dos hasta la sombra de la jungla, donde lo evisceramos, y atando sus cuatro extremidades pasamos un palo por entre ellas para transportarlo hasta la finca. Sin embargo el cruce del arroyo no daba para esas combinaciones, por lo cual mi amigo se ofreció para cruzar la presa él solo, mientras me dedicaba sacarle fotos.

La cacería fue buena, pero no logré plenamente mi objetivo, que consistía en cazar absolutamente por mis medios y sin ayuda. ¿Podría tomar esto como un fracaso? Absolutamente, si no ¿cómo justifico mi retorno la semana entrante?

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por Daniel Stilmann