LA TRAGEDIA DE MARRAR.

===='''Texto por Daniel Stilmann. Ilustración por José Mª Rodriguez Orti.'''====

Hace unos días me llamó un amigo en cuya finca mantengo un cebadero para los marranos. El motivo era dejarme saber que una cuadrilla de ocho individuos le estaban “dando vuelta” una pradera, y agregó que estaban entrando muy temprano, a eso de las cuatro de la tarde.

Por la descripción del grupo, de sus horarios de presentación y modales de mesa, solo cabía pensar que era una piara con animales jóvenes, y a lo sumo una hembra adulta, o sea exactamente el tipo de animal que me agrada poner en la cruz del visor, tiernos, gordos y con buen sabor.

Soy de los que piensa que un par de colmillos colgados en una pared bastan para lucirse por toda una vida, que los animales viejos y sabihondos saben mal, y que un puchero de piezas dentales de un barraco viejo sabe aún peor. Por lo tanto, sí lo uno desea es lucirse delante de otros colegas no hay nada mejor ni con más clase que hacerlo con un buen guisado de carne de caza, particularmente si la misma es de un animal tierno y de buen sabor.

De modo que ayer partí después de almuerzo a montar el aguardo. Para las dos de la tarde ya estaba dentro de mi apostadero de lona, cómodamente sentado y bien abrigado, en la mesita plegable dispuse el termo con café, los prismáticos y el cuchillo con su chaira para proceder a aviar inmediatamente.

Mientras entraba en “ritmo de cacería”, lo cual consiste en apaciguarme y adquirir un estado mental acorde al entorno, me sumí en un rápido cálculo del destino que daría al animal. La carne del cuello y otras sobras para chorizos, a los cuales ahumaría, los dos cuartos posteriores a jamón, los costillares serían destinados para un asado grupal, y las paletas para hacer diferentes guisos. Los solomillos para alguna comida especial. Suponiendo que lo que iba a matar sería un animal de no más de 50 kilos en píe, daba ya por asegurada la provista proteica para por lo menos los dos meses entrantes.

Si, adivinó Ud, me sentía invadido por un exceso de confianza tal, que para antes de la caída del sol esperaba tener a mi presa ya colgada de la ganchera. En cuanto a esto de que “el cazador propone y doña Diana dispone”, eso no es para mi.

A las cuatro en punto, con muy buena luz solar, y como suelen hacerlo, esto es apareciendo repentinamente y como por arte de magia, de la nada se materializó frente a mi el explorador del grupo, a unos noventa metros de distancia.

Poco a poco fue dejando la seguridad de los arbustos para adentrase cautamente en el limpio. Desde mi escondrijo podía observar su actitud inquisidora, desconfiando de todo, reconociendo cada objeto dentro de su campo visual, enfocando morro y orejas hacia los diferentes puntos cardinales, tratando de descubrir al peligro oculto. Satisfecho con su escrutinio se encaminó a paso firme hacia su primer objetivo; un cebadero de manzanas y maíz.

Pero a mitad de camino, y en forma súbita, se paró y comenzar a mirar fijo hacia el apostadero, que sí bien se encontraba parcialmente cubierto por la vegetación, a esa distancia y con la luz existente debería ser visible en parte. Por instante se mostró dubitativo, sin embargo reanudó su marcha después de uno segundos.

En ese momento y ante esa clara señal de desconfianza, alcé el rifle y coloqué al marrano en la mira con la intención de poder observarlo más de cerca, aunque tenía planeado esperar a la entrada de los otros siete para poder escoger al más guapetón de ellos antes de disparar.

Una vez más volvió a detenerse, mirando en mi dirección nuevamente. Esta vez se lo notaba sumamente inquieto, como tratando de dilucidar que era ese domo verde que veía frente a el y que ayer no se encontraba en ese lugar

Por el visor podía observar claramente su expresión corporal que daba a entender su esfuerzo para determinar el grado de peligro que presentaba la situación, moviendo sus orejas hacia delante y levantando su morro para testear el aire.

Y a pesar de estar seguro que a esa distancia no podría detectarme ni visualmente, ni con su oído o el olfato, me dejé dominar por la ansiedad. ¿Y que sí parte a galope tendido y en su huída arrastra a los demás? ¿O será que tiene en mente rodearme y entrar por detrás a investigar el objeto de sus dudas? Y en ese caso pensé, ¿el airé aguantará o terminará vendiéndome?

Con todas estas dudas cruzando mi mente a la carrera, y aún sabiendo que detrás del mismo había siete animales más, sin pensarlo mucho centré la cruz en su frente y le largué el cebollazo.

Después, buscando desesperadamente marcas en el piso, sangre o cualquier otro rastro que me dijese que no había pifiado, que mi honor no había sido mancillado en un lance tan sencillo, encontré sobre el pasto una línea recta dejada por el proyectil a su paso. Era como una herida larga sobre la faz de la tierra, y una bofetada cruel a mis esperanzas y orgullo. El inicio de esa marca apuntaba en forma inequívoca hacia el apostadero donde había estado minutos antes, justo al lado de donde también había estado parada mi presa, regalándome su pecho.

Pero aparte de eso na de na, ni pelos, ni sangre ni tu tía. Además, la imagen del animal partiendo al trote vivo, sin acusar golpe alguno, aún estaba fresca en mi mente.

Después de constatar la magnitud de la catástrofe (¡había marrado!), lo primero que vino a mi mente fue en una excusa. -Le has errado, pero eso si macho, ha sido por poco-.

Como si importase por cuanto has marrado, me contesté, ¿o es que piensas colgar un centímetro en la pared para explicar a los demás que tu fallo no superó los dos centímetros y medio? Como sí a alguien le importase. Has “hecho papa” y esa es tu triste realidad. Y cuanto antes lo aceptes antes pasará el mal trago.

Sin embargo un rato después, y ya de camino a casa, el orgullo me volvió a jugar otra jugada sucia. Seguro que ha sido esa nueva munición el motivo por el cual marré el vizcachazo pensé.

El consuelo me duró poco. Sí Ud supiese lo que yo sé tan bien, por ejemplo que esos tiros habían sido recargados por mi dos días antes, que hace más de veinte años me dedico a recargar mi munición, que alguna vez he competido en tiro de precisión y que tanto el fusil como ese lote de cartuchos habían sido puestos a prueba en el polígono antes de partir a apostarme, entenderían por que la excusa me duró lo que dura un poco de gas dentro de una cesta de mimbre.

Se dice que errar es humano. De acuerdo, pero en la caza errar, marrar, ó como decimos por estas latitudes, hacer papa, es siempre algo doloroso, acto que invariablemente va acompañado de consecuencias que pueden ir desde la frustración pasajera hasta la depresión mayor, y ni que hablar del susto, como el que uno se lleva cuando se marra de frente a un búfalo malhumorado.

En éste punto debemos hacer una distinción entre los disparos fallados. Una cosa es marrar honorablemente a un animal a la carrera entre medio de arbustos y árboles, como ocurre en la montería, y otra muy diferente, e imperdonable, es hacerlo como lo hice, frente a un animal quieto, a menos de cien metros y a plena luz de día.

Sin embargo, y ya sea honorable o no, errar es algo que hacemos todos con mayor o menor frecuencia, y es tan inevitable como la muerte o tener que pagar impuestos. Lo importante de marrar es hacerlo con la menor frecuencia posible, y cuando ello ocurre sacar del hecho algo positivo. Por que quizás podamos ocultar nuestro fracaso a terceros, pero no a nosotros mismos, que lo sabremos siempre, ya que la memoria bochornosa de lo ocurrido nos acompañará hasta el más allá.

Como zorro viejo (lo cual es lo mismo que decir que no es la primera vez que marro), el mal trago de ayer pasó, y finalmente hoy he podido sentarme a repasar lo ocurrido, ver como se sucedieron los hechos, y ponerme a pensar sí de todo ello puedo aprender algo.

Poco a poco fui recreando el momento en mi mente y finalmente la imagen de lo que originó la tragedia apareció clara.

Veo al guarro avanzando hacia el cebadero, luego su duda, y por último su sobresalto. También veo con toda claridad, como en ese momento, y ante la posibilidad de que el animal se decidiese a pegar la media vuelta y desaparecer como cuando entró, la cruz del visor comienza a bailar al compás de mi creciente ritmo cardíaco, bailoteo agravado por el hecho de que mis codos no estaban apoyados sobre nada y de que mis brazos comienzan a temblar por el esfuerzo sostenido.

Para aumentar mi grado de responsabilidad aún más, recuerdo de que al momento de apostarme había colocado intencionalmente la mira en siete aumentos, lo cual para disparar de día, a esa distancia y con apoyo es lo correcto, ya que nos permite colocar el disparo donde sea más efectivo y menos carne destroce. Pero ese poder dióptrico no es lo mejor para disparar bajo presión, apremiado por el tiempo, a mano alzada y sobre un animal en movimiento o a punto de hacerlo. A esa distancia y bajo esas condiciones con tres aumentos era más que suficiente.

Lo peor es que estaba totalmente conciente de ambos problemas, el temblequeo y los excesivos aumentos, y que podría haber corregido ambos en unos segundos. Pero opté por confiar en mi historial pasado, el cual no contaba con haber fallado en condiciones similares, y encima de eso, por pura pereza no busqué apoyo. Esa es la triste realidad de mi fracaso.

Las conclusiones de todo este lamentable episodio son varias. Primero, que los billetes se cuentan solamente después de tenerlos en la mano, nunca antes.

Luego hay que aceptar que todos, alguna vez, marraremos, y que sí bien marrar es humano, tratar de negar el hecho culpando a cualquiera menos a nosotros mismos no nos conduce a nada, y que una vez pasado ese momento lo mejor que podemos hacer es intentar encontrar los motivos reales para nuestro fallo, aprender del mismo para no repetir la historia.

A todo esto se podrían agregar dos conclusiones más; al momento de apostarse uno debe buscar un buen apoyo para disparar, amén de asegurarse de colocar el visor en el aumento adecuado para la ocasión.

Bien, ya me siento mucho mejor. La verdad es que sí bien he marrado, ahora tengo el consuelo de saber que lo he hecho casi intencionalmente, como para aprender lo que no se debe hacer, que es casi lo mismo que no haber pifiado.

Pero pensándolo bien, creo que una vez más suena a excusa. Realmente algunas personas no cambiamos jamás, a pesar de que parezcamos tan lógicos.

por Daniel Stilmann