UN PATO PARA EL FULLBACK.

El episodio forma parte de las adolescencia de un grupo de cazadores, transcurrida en una ciudad del interior de Argentina en la década de los sesenta, precisamente el en el año en que asesinaron a John Kennedy.

Eran casi las dos de la tarde y el sol golpeaba fuerte en las desoladas calles del barrio residencial. La siesta, particularmente allí, era considerada como institución sagrada, y por la misma razón respetada a rajatabla, imponiéndose como un castigo intolerable para aquellos adolescentes.

En esa tarde de fuego, entre el sol y las hormonas, la sangre se estaba poniendo espesa. El grupo era como una caldera levantando presión, sin objetivo a la vista en que emplear tanta energía.

Finalmente decidieron ir hasta el embarcadero y sacar la lancha del padre de uno de ellos. ¿El objetivo? Visitar la playa a la que iban las chicas de su edad. Planeaban quitarse el exceso de calor, pero no con agua precisamente. Un poco de ski acuático frente a ellas seguramente rendiría una cosecha de corazones rotos, que era justamente lo que buscaban para calmar la locura estival.

Aquellos eran los años de la inocencia. Menos de una década después vendría el horror inimaginable de los 70, algo que por aquellos tiempos nadie podía pensar.

En esos días una lancha plástica era signo de poderío y status social, y más aún sí la misma venía con un motor fuera de borda de los grandes. En sus fantasías los cinco veían a la lancha y los ski de agua como la llave de acceso a una rápida conquista sobre el sexo opuesto.

EL PLAN DE ATAQUE.

El plan de acción era el habitual, y sí bien hasta ahora nunca había rendido beneficio alguno, insistirían a falta de uno mejor. Tampoco era lo que se dice brillante, o tan siquiera imaginativo.

Harían varias pasadas frente a la playa desplegando sus habilidades como esquiadores, para luego desembarcar triunfantes en la misma, arrollando toda resistencia a su paso. Por supuesto, apoyados moralmente por la presencia de la embarcación, la cual para ellos era como un acorazado, que les otorgaba seguridad y confianza.

La idea era hacer un rápido "toco y me voy" como gustaban de llamarlo, después del cual todo el mundo se reuniría con su conquista a bordo. Luego vendría el cruce veloz hasta la isla con la excusa de dar una vuelta en lancha, para posteriormente hacerse cada uno perdiz en la arena con su trofeo. El rendez vous para contar las hazañas se haría por la noche.

¿Plan B para compensar los posibles contratiempos o fracasos? ¡Ni soñarlo! Esos cinco no podían pensar en la derrota de tan seguros que estaban y con tanta testosterona acumulada. En realidad, y visto en forma retrospectiva, supongo que en esos años ninguno de los cinco podía decir dos frases coherentes consecutivas, y mucho menos aún pensar, con o sin testosterona.

El "faroleo acuático" y el desembarco fueron ejecutados según el plan de batalla formulado, y se las ingeniaron para captar las miradas de algunos aburridos y envidiosos, pero las mujeres continuaban tan poco enteradas que parecían miopes. Rezumando seguridad y autosuficiencia por todos los poros desembarcaron en las arenas calientes dispuestos a matar o morir en el intento. Tanta confianza se tenían que hasta habían acordado en encontrarse los diez, esto es calculando a una compañera por barba, una hora después en el lugar en que dejaron la embarcación. Daban por descantado que la cacería sería fructífera.

Y una hora después se encontraron, claro que para enfrentarse con el problema de que continuaban siendo los mismos cinco originales. Del prometido botín de guerra ni hablar. Con sorpresa descubrieron que ni ellos eran tan importantes, que a las chicas el ski les era absolutamente indiferente, y que la lancha podían perderla alegremente en el fondo de la huerta de la nona. Las mujeres no parecían interesados en ellos ni en sus estúpidas acrobacias acuáticas, de manera tal que las invitaciones a pasear fueron respondidas con una indiferencia rotunda. Lamentablemente pasarían años antes de que comenzaran a comprender que cuando una mujer dice no en realidad está diciendo exactamente lo contrario.

LA ALTERNATIVA: LA CACERÍA DE PATOS.

Los ánimos no estaban como para hablar mucho. Más bien se podía masticar frustración en el aire, de tan densa que era, por lo que se imponía realizar algo físico que los descomprimiera.

Es fue el momento en que decidieron que los patos pagarían por el fiasco.

Bastó con que alguien mencionara a los ánades de la lagunita para ponerlos en marcha. En realidad no había mucho que decir, y además la idea les permitía una retirada elegante. Le hicieron saber a las mujeres que se iban de cacería, como sí a ellas les importase, y que eso era mucho más interesante que quedarse a hablar estupideces, dicho lo cual subieron a la lancha y partieron tal cual habían llegado: solos.

En esa parte el rió no es muy ancho, y entre la costa y las primeras islas hay unos mil metros. La superficie estaba como un espejo y en pocos minutos se encontraban ya del otro lado. Para ese momento, el episodio con las estúpidas mujeres, como las llamaban, estaba olvidado.

Como de costumbre las escopetas de cada uno de ellos se hallaba a bordo, junto con las cañas de pescar, equipos y varias cajas de cartuchos que cada uno mantenía como reserva. Ocasiones como esta, de hacerse un cruce rápido a la isla para esperar el cruce de los patos, eran las que sobraban. Pasarían más de dos décadas para darse cuenta que lo que sobraban era las mujeres y los problemas con los que venían, y lo que faltaba eran los patos, las oportunidades para ir tras los mismos o el dinero para hacerlo.

En la década del 60 estas hermosas aves eran vistas como no muy convenientes por las compañías arroceras de la zona, y se las consideraba como plaga con temporada abierta todo el año. Sí había una regulación oficial contemplando su caza, cosa que dudo mucho, esos cinco simplemente no estaban enterados. Es más, eran muy pocos los que cazaban patos en aquellos años. Los cazadores de élite de menor se dedicaban a la perdiz o la liebre, mientras que el sirirí y el crestón, entre otros, no figuraban entre sus potenciales presas pues no alcanzaban el status social requerido.

Las bandadas de ánades parecían nubes de grande que eran. Uno podía escuchar todas las noches su aletear al cruzar sobre la ciudad, volando en enormes formaciones en V, como incesables oleadas de bombarderos.

EL ARMAMENTO.

De las escopetas de abordo había una gran variedad, la mayoría de ellas de un solo cañón, rústicas, sucias por igual y casi todas de fabricación nacional. Pero en sus manos eran efectivas.

En esa época el calibre 16 era quizá el cartucho más empleado, aunque en el grupo había una "gallega" del 12, probablemente de marca Víctor Zarrazqueta de gatillos expuestos, heredada de algún abuelo inmigrante.

Esa a escopeta era considerada como un verdadero lujo, aunque el cartucho como demasiado grande para el pato. La mayoría utilizaban calibres menores, y la de aquel adolescente en particular, el que ese día se convertiría en el fullback del pato, era una liviana Centauro del 24. A esa escopeta el grupo la apodaba "La vengadora", sabrá uno por que, pues yo ya no lo recuerdo.

En cuanto al plomeo supongo que utilizaban perdigones del 5, sí es que se preocupaban por detalles tan ínfimos, y los más probable es que disparasen con lo que tenían, sin andar con muchas vueltas. No eran épocas aquellas en que se estilase tener más de un arma, y ellos no eran la excepción.

La monotiro tenía entonces que servir para el pato, el carpincho (capibara) y el jabalí, además de cualquier otra cosa que se les cruzase por delante, ya fuese volando o andando. Como única concesión para los animales grandes se las dotaba en esas ocasiones con Breneckes caseros. Omnipotentes como eran dada su edad, ponerse a "mariconear" escogiendo el tamaño del perdigón era algo que no se perdonaba. Los buenos tiradores disparaban con lo que tenían a mano, y sin excepción todos se consideraban no buenos si no excelentes, de manera que si había que tirar con migas de pan, con migas se tiraba, y chito la boca.

Las "cosechas" que hacían en cada salida les permitían pensar de esa manera, y hasta fanfarronear, pero claro está que para quien haya visto alguna vez esas nubes de patos no le será difícil entender el por que de ese éxito.

LOS PREPARATIVOS.

Saliendo del gran río tomaron por un arroyo angosto entre las islas, de no más de treinta metros de ancho, festoneado por camalotes y sauces.

Ahora navegaban muy despacio, callados, sin hacer olas ni ruido, cada uno sumido en sus pensamientos mientras alistaban en forma rutinaria el escaso equipo que emplearían.

Abrir la escopeta, asegurarse que el cañón esté desobstruido, cerrarla, revisar la canana, completar con cartuchos, colocarse la canana a la cintura, o en bandolera sí el agua del apostadero está alta, destornillador o cuchillo para sacar algún cartucho remiso a ser extraído y allí terminaba el chequeo y preparación. La única regla de seguridad indicaba que las armas se cargaban solamente al momento de apostarse, y una vez que todos estuviesen fuera de alcance entre sí.

La vestimenta era más sencilla aún. El traje de baño, un par de zapatillas viejas para chapotear en el barro y abundante repelente para los insectos. El calor hacía innecesaria otra vestimenta. Muy lejos estaban en esas épocas de los catálogos de tiendas de deportes extranjeras con su ropa de moda dedicada a la caza. El mítico Cabelas Boy aún caminaba con pañales en esos días.

Cuando llegaron al lugar escogido cortaron la ignición y simplemente dejaron que la embarcación encallase en la arena. La ataron debajo de un sauce cosa de ocultarla lo mejor posible. A ambos lados se extendía una playa ancha, y por detrás de la misma aparecía una gran laguna, en la cual miles de patos pasaban parte del día.

El plan era simple, y de tantas veces practicado ya ni se mencionaba. Todo el mundo sabía exactamente que hacer, a cuantos metros de distancia del otro tirador tenía que apostarse, o cuando volver.

Ese era el territorio "privado" del grupo, donde solían acampar por semanas enteras, pescando y cazando. La laguna albergaba además de una extensa variedad de aves, nutrias, carpinchos, dorados, tarariras y hasta alguno que otro cachorro. Sí uno se andaba con cuidado y en silencio podía sorprender a los carpinchos, y las nutrias eran visitantes frecuentes, muchas veces cazadas mientras esperaban a los patos.

COMIENZA LA CACERÍA.

Rápidamente se dispersaron por la playa caminando hacia los apostaderos que conocían de memoria, y al llegar comenzaron a ocultarse entre los pajonales.

Incluso había uno de estos lugares que contaba con el armazón de hierro de un viejo sillón depositado en medio del agua, lo cual lo convertía por su comodidad en el más deseado de todos los apostaderos.

En unos minutos, justo antes de la puesta del sol los patos comenzarían a volar desde el interior de la laguna hacia ellos en oleadas sucesivas, buscando de cruzar el gran río para ir a hacer noche en los campos alrededor de la ciudad. Todos los días hacían lo mismo, y ese era el único lugar y momento en el cual volaban con el sol en contra, haciéndosele difícil avistar a los cazadores.

Al rato aparecieron las primeras formaciones volando bajo y rápido con el rítmico sonido que producen de sus alas. Sshish, sshish, sshish.

Sonaron los primeros disparos y con ellos cayeron las primeras aves. Cada vez que entraban en radio de alcance de sus respectivas armas, salían bruscamente de sus escondites, disparaban y volvían a ocultarse, recargando a toda prisa. Los patos caían a sus alrededores, pero nadie se ocupaba de ellos. La recolección se hacía después, con bolsas de arpillera, una vez que todos hubiesen agotado el parque de municiones.

Errar en esas condiciones, particularmente a la vista de los demás, era exponerse a todo tipo de comentarios sarcásticos, lo cual formaba parte del juego. Hacer un doblete con un solo cartucho era una hazaña comentada al final del día, aunque dada la cantidad de ánades éste tipo de "carambolas" no eran nada fuera de lo común, particularmente en los disparos sobre cualquier pareja de patos aislada que entrara al puesto en vuelo cruzado. Sí los animales volaban cerca entre sí, el doblete no era cosa del otro mundo.

Lentamente los cinco fueron entrando en calor, midiendo con más precisión las distancias de tiro, retocando detalles en cada disparo, como para hacerlos perfectos. Un tiro un pato. Otro tiro otro pato. Un tercer tiro dos patos, y así sucesivamente. Pronto la cosa se volvió rutina y alguien tendría que hacer algo pronto o el asunto perdería interés.

EL SHOW.

De los cinco, dos jugaban al rugby, y uno de ellos lo hacía como fullback. Éste jugador es el hombre más retrasado en la cancha, y el encargado de recibir todas las pelotas que el adversario patea por arriba de su equipo.

Para él saltar en el aire para atajar un bólido cayendo era algo de todos los domingos. Y por supuesto que se le ocurrió que no habría forma mejor de lucirse y dejar a los otros rabiando de envidia que matar un pato al vuelo y atraparlo antes de que tocase el piso. No se había hecho antes, y sí lo lograba sería el héroe del día.

Claro que la operación requería de un alto grado de coordinación balística, muscular y suerte. Primero debía encontrar a que distancia justa debía acertarle al pato en vuelo para que cayese cerca dándole chance de atraparlo al vuelo, lo cual no era un problema menor. Luego quedaba por resolver dónde dejar la escopeta momentáneamente para poder recibir al ánade con las dos manos, tal como se hace con la pelota de rugby.

La solución encontrada fue sencilla, práctica y absolutamente fuera de lo común, aunque convengamos que no exactamente conservadora o clásica. Simplemente la dejaría caer al agua, la cual no pasaba de los veinte centímetros donde estaba parado. Claro que después habría que sacar el agua y arena de adentro del cañón antes de volver a recargarla, pero para eso había muchos palitos en el lugar, y trapos para secarla sobraban en la lancha. Por otro lado, si atrapaba ese pato en el aire dejaría de cazar por el día, simplemente para fastidiar a los demás, y se dedicaría a hacerle un buen mantenimiento.

En cuanto a la escopeta, no sería ésta la primera vez que la noble Centauro realizaba una inmersión no planeada para luego seguir escupiendo fuego. Una vez la había tenido que bucear al tacto como a dos metros de profundidad en medio de un arroyo turbio.

El primer pato entró rápido y algo cruzado. El impacto lo recibió de costado, y su parábola de vuelo lo llevó muy a la izquierda y por detrás del cazador. Pensó que cualquier ave que no entrase alineada en una línea recta con su posición tendría que dejarla pasar. Y eso hizo.

Por fin divisó una pareja de crestones que se le venían derecho. Cuando los tuvo a tiro, y sin dejar su escondite, les disparó. El pato de la derecha acusó el impacto y rápidamente entró en una picada mortal en línea recta con la posición, pero la rebasó por un par des metros por arriba, cayendo lejos y por detrás del cazador.

Supuso que para corregir defecto debería dispararles a mayor distancia, antes de lo que normalmente lo hacía, pero falló en los dos intentos sucesivos y abandonó la idea. De repente se encontró con un dilema. Sí aseguraba el disparo abriendo fuego desde muy cerca el pato muerto lo sobrepasaba en la caída, y sí les disparaba desde más lejos quedaba fuera de alcance afectivo y los patos ni enterados.

LA SOLUCIÓN.

La solución vino sola. De alguna amnera tenía que frenarlos en el aire.

Vio un pato que estaba entrando en su dirección, algo a su izquierda. Cuando estuvo casi a distancia efectiva hizo algo inusual. Salió de su escondite una fracción de segundo antes de lo acostumbrado, totalmente erguido y al tiempo que lanzaba un grito.

La reacción del pato fue instantánea. Tomado por sorpresa abrió las alas, como queriendo frenar para cambiar de rumbo, deteniéndose en el aire por unas milésimas de segundo. Pero la inercia lo hizo continuar con la misma trayectoria, cosa que no deseaba, entrando en zona de alcance efectivo de la pequeña .24. Para completar su desgracia tardó algo en reacomodarse y rectificar su rumbo de vuelo original. En esos trámites estaba el ánade, en medio del aire, cuando recibió la descarga en pleno pecho y con las alas abiertas.

El pájaro ya muerto se hizo un lío, y como si le hubiese apuntado al cazador inició un descenso descontrolado, totalmente despatarrado, dando vueltas sobre si.

En el rugby el jugador corre hacia la pelota para interceptarla, y cuando considera que se encuentra a la distancia exacta salta para atraparla con los brazos extendidos, para luego traerla hacia su pecho.

Claro está que una pelota pesa un kilo, carece de plumas y no vuela a setenta kilómetros por hora, o a la maldita velocidad que vuele un pato, y que nuestro amigo descubrió en ese momento que era mucha.

Ante la alarma primero, y el desconcierto por el grito emitido después, los cuatro restantes clavaron la mirada en el cazador, que dejando caer la escopeta en el agua y corriendo como un loco hacia delante, dio un salto en el aire y extendiendo los brazos atrapó al pato muerto en medio de su picada mortal.

Lo que ocurrió después fue extravagante.

LA DEBACLE.

Primero vino el grito triunfal emitido en medio del aire.

Un claro ¡Mía!, tal cual se "canta" en la cancha al reclamar la responsabilidad por la pelota que viene entrando de aire. A continuación se escuchó claramente el impacto del pato contra el pecho del cazador, que sonó fuerte y azotó más aún, algo que nuestro héroe no esperaba.

Habiendo calculado mal el peso y velocidad del objeto, no pudo tomarlo con las manos para amortiguar la entrada, de manera tal que el ánade se estrello directamente contra su cuerpo.

El primero de los efectos visuales en la rápida cadena de sucesos fue el plumerío infernal que se originó con el impacto, todo lo cual ocurrió en medio del aire y del silencio del atardecer.

Pero cuatro kilos de pato muerto a setenta kilómetros por hora pueden producen otros efectos especiales además del sonido del impacto y el revuelo de plumas. Por ejemplo sentar estrepitosamente de culo y en medio del agua a un joven presumido. Eso para comenzar, ya que hoy en día cualquiera sabe que uno de los efectos visuales secundarios de un "patazo" de esos es un señor hematoma, seguido por las bromas crueles de los amigos, las cuales pueden perdurar hasta cuarenta años después.

El cruce del río aquella noche fue ruidoso. Lo martirizaron con bromas hasta que se separaron para dirigirse a sus hogares. El hematoma creció durante varios días, fue cambiando de colores y terminó desapareciendo sin dejar secuelas físicas. Donde quedaron huellas fue en el ego de nuestro amigo, aunque no todo terminó mal para él.

De alguna manera se las ingenió para obtener un poco de afecto de aquellas mismas damiselas que los habían ignorado esa tarde, apelando a lo que se denomina beneficios secundarios de la enfermedad. Al fin y al cabo era un herido de guerra, y a las mujeres eso les promueve el instinto maternal. Eso sí, el apelativo de Pato no se lo quitó nunca más de encima.

por Daniel Stilmann